Cuentos

MARTIN

Para muchas personas la locura es algo malo. Para Martín, sin embargo, sus cuatro personalidades no eran problema. Nunca discutían, no se enojaban. Siempre estaban de acuerdo. Habían llegado a un acuerdo en que cada uno se hacía cargo de un turno de 3 horas. Así que, durante el día, cada una de sus personalidades interiores tenía dos turnos y bastante tiempo para descansar. Dependiendo de la hora, Martín era un renombrado estadista, un doble de acción, un mago o un auto.
A primera hora se preparaba para realizar conferencias acerca de la economía y el desarrollo de ciertos paises del primer mundo, pero pasadas un par de horas comenzaba a realizar saltos desde las ventanas de los edificios del centro. Usualmente era detenido por carabineros pero cuando iban a esposarlo, realizaba su gran acto de escapismo y desaparecía de la vista de todos, mágicamente. Al terminar el día se iba por la pista central de la alameda hacia su casa.


ESTRESADO

Señor carabinero, no me diga nada, por favor. Tengo todo el derecho de ir a exceso de velocidad! Usted no sabe lo que me pasa. Cómo va a saberlo si ni siquiera me pregunta como estoy; me hace parar, me pide los documentos y ¿ se ha puesto a pensar en mis sentimientos?, si, en mis sentimientos, porque yo, al igual que usted, los tengo. Asi que tengo todo el derecho a no ponerme el cinturon de seguridad, a pasarme una luz roja, a estacionarme donde yo quiera. Y agradezca que paré cuando me lo pidió. Porque si hubiera querido sigo de largo.
Mi vida ha sido demasiado difícil como para que, más encima, usted venga a pedirme que maneje más lento. Tengo muchas cosas en mi cabeza como para preocuparme de los demás vehiculos, menos de los peatones. Que cada uno se preocupe por su propia seguridad. De mi, nadie se preocupa.
Con su permiso - puso en marcha el vehiculo y se marchó. No pude hacer nada.
 
 
ZAPATILLAS
 
El par de zapatillas blancas que vio en la vitrina lo hipnotizó desde el primer segundo. Incluso le pareció ver en ellas algo así como unos ojos que lo miran, como un cachorro en una tienda de mascotas. Algo le dijo que debía comprarlas, que fueron hechas para él. Por un momento miró las que lleva puestas. Esas que ya pasaron su vida útil hace un par de meses. Y aunque siente algo de cariño por ellas, ese cariño se fue esfumando mágicamente mientras levantaba la vista y miraba nuevamente las que están en la vitrina. ¿El precio? El precio no importa. Es el destino, las leyes universales hicieron su trabajo al ponerlo a él, ahí, frente a esa vitrina. Y él, piensa, no es quien para alterar el curso natural de las cosas.

Su mente comienza a planificar la forma de conseguirlas. Lo más simple sería entrar y pagar por ellas. Pero no dispone de efectivo por el momento. La verdad es que nunca dispone de efectivo. Hasta hace pocos segundos no era más que alguien que caminaba mirando embobado las vitrinas. Ahora, cautivado por el par de zapatillas más bello que había visto en su vida, se encontraba entre la espada y la pared, pensando en la forma de conseguirlas, como un ladrón planificando su próximo paso.

Por fin se decidió. Entró al local y al primer vendedor que se cruzó le pidió desesperado le trajera un par numero 41. Del modelo que está en la vitrina, por favor. Si, las blancas, gracias. Esperó por 10 minutos al vendedor, un tipo demasiado joven que miraba siempre al suelo. Sentado en esos muebles acolchados con espejos a ras de suelo, miró y despreció al instante un sinfín de modelos que no le hacían competencia al modelito que ya había elejido. ¿O eran ellas las que lo habían elejido a el? Ya no lo sabía.

Cuando pasaron 15 minutos se puso de pie, decidido a reclamar por la demora, por la falta de respeto, si señor, y por los derechos del cliente. Para demostrar su disgusto salió de la tienda se paró frente a la vitrina y contempló el par de zapatillas que ahora parecian mirarlo con angustia. Se sacó sus antiguas zapatillas y con una de ellas, la izquierda, trato de romper el vidrio, lo que fue infructuoso pues es bien sabido que los vidrios de las vitrinas son bastante duros como para romperlos a zapatillazos. No obstante, insistió una y otra vez. Sonó una alarma, llegaron dos vendedores, un auto de Paz Ciudadana y otro de carabineros. Mientras lo esposaban para llevarselo miró por el rabillo del ojo, El par de zapatillas permanecía incolume, sin embargo, ahora le pareció que sonreían maliciosamente.